9 de enero de 2012

El paraiso perdido

La cuestión era que yo venía a pasar el fin de semana por estas tierras de las que tanto había oído hablar. Era finales de agosto y llegué a La Riba de Escalote con mi amigo El Bermejo, que me alojó en casa de su madre la noche del viernes. Anduvimos por el pueblo y sus alrededores  aprovechando toda la luz del día y el calor de la estación y de la gente, amable y cercana, hospitalaria con el forastero que venía de visita. Cuando se hizo de noche cenamos con la mejor armonía y después de la última tertulia y sobremesa, dormí de un tirón hasta las nueve, en que la madre del Bermejo ya me tenía preparada una fiambrera con dos generosas porciones de tortilla de patata y cuatro piezas de chorizo en adobo, un buen trozo de pan, no recuerdo si de Valdelcubo o de Barcones y una bota llena de clarete de la Ribera. Y me puse a andar con la intención de llegar a Caltojar a la hora de comer, donde me esperaba otro amigo, con el que volvería a Madrid el domingo por la tarde. 

Al poco de tomar la carretera de Berlanga, me encontré con esta atalaya en lo alto de un cerro; una de las muchas que jalonan estos valles. Antes de que en el siglo XV se aceptara comunmente que la tierra era redonda, estaba muy extendida la creencia de que el mundo tenía forma de seno y que en el centro había un monte, a modo de pezón, que por estar más cerca del cielo, era nada menos que el Paraiso terrenal.
Estas torres cilíndricas, casi todas aunque hay una muy cerca de esta que es troncocónica, son como pezones en lo alto de un monte, y por aquí además, al otro lado del cerro hay un sitio al que llaman Valparaíso

Pasada la Torre del Melero, la carretera se encajona, junto al rio, en un pequeño cañón, en cuya pared izquierda voy descubriendo según camino, a una treintena de buitres descansando placidamente en las viseras y covachuelas de la roca, sin mostrarse perturbados por mi presencia.
Ya llevo un buen trecho de camino y aun no me he cruzado con ningún coche. En la pared derecha del cañón veo una inscripción a la altura de mis ojos que informa de la altura que alcanzó el rio Escalote desbordado, en la riada ocurrida un jueves, 24 de julio de 1952. En aquella tarde de verano el campo estaba lleno de segadores (y segadoras también) recogiendo la mies. El cielo se oscureció tanto que parecía que iba a anochecer y se originó una tormenta descomunal, como en algúna novela de García Marquez o en aquella Mazurca de Don Camilo, que descargó tanta agua que desbarató las cosechas y destrozó las huertas de toda la ribera del Escalote, y además mató muchos animales que no podían salir volando como estos buitres de las rocas. 

Llego al molino que dicen que perteneció al poblado de Valparaíso, que es ahora una finca agricola pero que un día fue un oasis lleno de frondosidad, con norias y canalizaciones de agua por todas partes, que convirtieron una gran extensión de terreno llano y de buena calidad, en un vergel con miles de árboles frutales, huertas de las mejores hortalizas, hasta vides dicen que plantaron, y rebaños de ovejas y vacas a las que nunca faltaban pastos. En el poblado vivían los trabajadores de la tierra, que nunca les perteneció, los pastores y algun menestral, hasta que por la falta de cuidados, el desentendimiento de los oligarcas que andaban de baile en baile por Madrid, o por alguna crisis profunda provocada por una de las muchas guerras en que nos metieron, de poblado pasó a despoblado, luego a granja y después a simple finca.


El molino funcionó hasta los años 60 ó 70. Los molineros aguantaron unos años en estas soledades y por fin cerraron la puerta y se fueron a la residencia de Berlanga. Aquí detengo mi camino y me siento junto a una enorme noguera a dar buena cuenta de la fiambrera.



Mientras degusto el contenido de la fiambrera de la madre del Bermejo, hay un momento en que pierdo el contacto con el mundo y parece que he llegado al paraiso terrenal. Me siento tan liviano y libre de toda preocupación que no se si achacarlo al chorizo de olla o al enclave tan singular en que me encuentro, o quizás a hallarme debajo de un nogal, que ahora recuerdo, es algo que no debe hacerse aunque no me pregunten la razón, que yo soy de Madrid.
Pese a ello, a que soy de Madrid, nunca llevo reloj y no se el tiempo que pudo durar este éxtasis. No se si conocen el cuento medieval del monje y el pajarillo. El monje sale de paseo y se adormece escuchando el canto de un pájaro. Al despertar y volver al convento se da cuenta de que han pasado trescientos años. Ninguno de los monjes que encuentra lo reconoce. Lo oi por primera vez en Armenteira pero lo cuentan en algunos monasterios mas y ahora, mientras el ruido del primer coche de la mañana en dirección a Caltojar me devolvía al presente me acordaba del cuento y de todas las oportunidades que tiene que haber en estas soledades para recrearlo a pequeña escala.
Dejo la sombra del nogal y deambulo un poco por las estancias abandonadas del molino y por las construcciones que lo acompañan. Allí debería haber un lugar para criar conejos y gallinas, otro para plantar los colmenares. Todos los edificios decrépitos no dejan adivinar su función pero me parece que aquellos seres humanos que les dieron vida tenían mucha más capacidad que nosotros los de ahora, para ser autosuficientes y no depender del exterior. En los duros inviernos, como hormiguitas tendrían casi de todo para vivir decentemente.  

Si hasta el vino dicen que lo hacían por aqui, solo tendrían que mercarse unas hojas de bacalao, una congria o unos arenques de vez en cuando, aunque este rio que susurra a mis espaldas, en épocas mas sostenibles, no andaría falto de buenas truchas.  
Sigo caminando a la orilla de la carretera por la que pasa otro coche, y van dos, en la misma dirección que antes. Esta carretera no me inspira la misma hostilidad que una de verdad con ruido y coches, como la M40 en hora punta. Aqui puedes ver la cara del que va dentro del coche y eso quieras que no, humaniza mucho una carretera.
Salgo a una zona más abierta, dejando atrás el cañón del rio. El sol ya está alto y se deja sentir. Llego al punto intermedio de mi recorrido que es un palomar con trazas de haber sido también una torre de defensa. Algunos autores dan por buena esta posibilidad ya que comunica visualmente con la de la Ojaraca, pasando por alto el handicap de estar plantada en valle de fácil acceso para el enemigo, argumentando con toda razón que no sería la primera.
En parecida ubicación estarían las de Paones, Liceras, Montejo, Nograles, Mosarejos o la más cercana de La Veruela, que debe hallarse a unos cuatro kilómetros en linea recta de donde me encuentro, al otro lado del rio, o la que hubo en el cerrillo de La Corona por la que tambien voy a pasar. Todos estos datos me los apunté anoche cuando el Bermejo me hizo un resumen del recorrido. Los datos son suyos, las distancias y la información sobre la riada. Todavía me dijo más y es que para algunos tambien el abside de la iglesia de La Riba parece haberse construido aprovechando una torre califal como todas las anteriores, que también estaría en llano.
Mientras me cruzan los dos ultimos coches que pasarán en todo el recorrido es inevitable pensar en la desigualdad entre estas tierras por las que camino y las que he dejado cuarenta leguas más al sur, la densidad de población, la industrialización, las infraestructuras, las comunicaciones, las oportunidades. Hay un abismo que se ha creado sin ningún motivo aparente y no había ninguna razón objetiva para que esta parte de mundo se fuera despoblando mientras otra, a menos de dos horas de coche, esté al borde de la saturación. No me creo eso de que cada tierra tiene lo que se merece. No puedo creerme que las escuelas se queden sin niños y tengan que cerrarlas, que no hagan carreteras, que no haya lugar para las nuevas tecnologías, que un pueblo que tenía 300 habitantes hace unas décadas tenga ahora una décima parte, sin una desintervención nefasta de los poderes fácticos. No puedo creer que hayamos llegado a este desequilibrio tan grande entre unas tierras y otras con parecido tejido geográfico. Algo se ha debido hacer mal desde arriba. La tela de araña que debería ser España está rota por esta tierra llena de molinos abandonados, de pueblos sin niños, de escuelas cerradas

Ya hace tiempo que se me ha acabado el agua de la cantimplora y el Bermejo olvidó decirme donde podría reponerla, asi que voy a acelerar un poco el paso para llegar cuanto antes a Caltojar, donde me espera otro amigo, al que conozco de Madrid. Tengo unos cuantos amigos que viven en Madrid y son de por aquí, muchos vecinos del sur de Soria. Algunos llevan en sus coches la pegatina del caballo de Numancia, aunque hayan nacido ya fuera de sus pueblos de origen. Va a ser dificil que vuelvan, ni ellos ni sus hijos, pero todos se sienten de aquí y a todos, y a mi, les gustaría que estos pueblos desaparecieran, porque cuando un pueblo desaparece todos somos un poco más pobres y estamos un poco más solos.
Ramiro (el amigo del Bermejo)
Se acaban de cumplir diez años de la muerte de Cela, que nos dejó un montón de páginas de buena literatura de viajes a pie, a el va dedicada esta crónica y a todos los que siguen sus pasos, como este blog de Berlanga que pasito a pasito, sin prisa, nos va dejando un montón de impresiones.

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